Cuando pensé que ninguna ciudad de Europa podría sorprenderme más, apareció Viena. Elegante. Majestuosa. Monumental. Imperial. Calles ricas en recuerdos medievales, renacentistas y progresistas; y con esquinas que inmortalizan a su hijo Wolfgang Amadeus Mozart y a su hijo adoptivo Ludwig van Beethoven.
Treinta mil pasos en menos de 24 horas (según mi iphone) fueron los precisos para entrar en la cápsula del tiempo y vivir la esencia de la capital de Austria: Tomar un clásico café y comer chocolates en cafeterías donde artistas, filósofos, políticos y revolucionarios disfrutaban de sus tertulias; comer el tradicional Wiener Schnitzel (una fina carne de ternera apanada) y entrar a la ópera a un espectáculo de ballet.
Al mismo tiempo, me dejé llevar por su modernidad, cruzando el puente sobre el deslumbrante y correntoso río Danubio en un monopatín eléctrico, que se ha vuelto tan popular en Europa.
¿Cómo llegué a Viena?
Durante mi estadía en Alemania abrí una de mis aplicaciones de vuelos económicos. 37USD (solo ida) en Wizzair. Jamás podría decirle que no a esa oferta tan tentadora. Era febrero, la temporada más baja del año. No solo en boletos aéreos sino en hoteles y teatros.
Eran las 8 am cuando mi avión aterrizó en Viena. Tomé el bus del aeropuerto (línea VAL2) y en 20 minutos estaba en el centro de la ciudad. Como era de esperarse, el hotel no podía chequearme, pero sin problemas aceptaron guardar mi bolso.
Más liviana, comencé mi recorrido. Abrí mi mapa y sin dudarlo, mi primera parada sería para desayunar en una de las cafeterías más tradicionales del país por décadas, por no decir por siglos.
Café Central
El encanto de la cafetería más famosa de Viena convierte su visita en una dulce experiencia. Su historia, su gastronomía y su arquitectura son el imán para las decenas de turistas que diariamente hacen fila de hasta una hora para poder acceder a una mesa.
Por dentro luce como una iglesia barroca, pero con cuadros del emperador austriaco Francisco José y la emperatriz Isabel, conocida como Sissi. La atención es rápida y su atmósfera acogedora. En mi caso pedí el ‘Mohr im Hemd’, que era una torta de chocolate caliente y helado de vainilla al estilo vienés. ¡Espectacular! Pero, el bizcocho más famoso era la tarta ‘Sacher’ (me enteré tarde).
Café Central es uno de los sitios más emblemáticos de Viena porque desde 1860 reunía en su local a intelectuales, políticos y artistas. Así que es inevitable pensar que en la mesa de a lado pudo haberse sentado Freud, Hitler o Stalin degustando el mismo café que tienes en la mano.
El Palacio Hofburg
Era casi mediodía, así que estaba a contrarreloj. Al salir de la cafetería y sin buscarlo me encontré con el gran palacio Hofburg. Las carrozas transitando alrededor de este esplendoroso sitio te hacía regresar a la Viena imperial de hace 600 años atrás.
Y, es que fue desde el siglo XVI que este conjunto arquitectónico era la residencia de los Habsburgo, una de las familias reales más influyentes en Europa. Dentro del circuito se observa los antiguos aposentos de los emperadores, los museos, la iglesia, la escuela de invierno de Equitación y el despacho del presidente de Austria.
Avenida Graben y Kohlmarkt
Al seguir caminando encontré mis calles favoritas: Graben y Kohlark. Son las avenidas de lujo Viena, rodeada de las tiendas Gucci, Tiffany, Dior… y cafeterías con jardines que decoran la ciudad.
La Catedral de San Esteban o ‘Stephansdom’
Caminando por la avenida Graben, llegué al corazón y punto neurálgico de la capital de Austria: Stephansplatz y la catedral gótica de San Esteban, que se levantó sobre las ruinas de una antigua iglesia. A simple vista sobresale la puntiaguda torre en forma de aguja que tiene más de 100 metros. Los visitantes pueden subir al mirador de la torre y tener una de las mejores postales de Viena.
El Ayuntamiento o ‘Rathaus’
El ayuntamiento que tiene estilo neogótico fue construido entre 1872 y 1883.
Parte de Viena son sus edificaciones. Una más imponente que la que viste dos minutos atrás. Mi favorita y la que veía en libros de geografía y revistas de viajes: el ayuntamiento. En los meses de invierno abren una enorme pista de patinaje sobre hielo y lo rodean locales de comida. “¡Que buena vibra!” fue lo que expresé al ver el sitio repleto de turistas disfrutando del día soleado.
Las casas Hundertwasser
Eran las 4:00pm y era el momento de conocer la otra cara de Viena. Su parte colorida, moderna y surrealista. Luego de perderme, llegué al distrito 3 que alberga el complejo residencial de Hundertwasserhaus.
Definitivamente, no fue construida por ningún emperador en los siglos pasados. Ni tiene una arquitectura gótica. Pero, si fue creada en 1983, por un artista que es considerado el Gaudí de Austria, Friedensreich Hundertwasser.
La construcción es como un rompecabezas. No hay suelos rectos solo formas fantasiosas, colores vivos y en algunas ventanas asoman ramas.
A una cuadra también hay una galería llamada Hundertwasser Village, que es un antiguo taller mecánico convertido en galería y cafetería.
El Río Danubio
Al ser invierno, el sol se despedía más temprano y debía apurarme para conocer uno de los ríos europeos más importantes del mundo: El Danubio. Al estar un poco alejada del circuito histórico no tuve otra opción que subirme en el monopatín eléctrico. Memoricé el mapa y la dirección que debía tomar y le puse velocidad.
La experiencia es fantástica. Tienes una vía solo para bicicletas y monopatines. También pasé por uno de los parques más conocidos, el Prater, pero no me detuve. Anochecía y tuve la experiencia de cruzar el puente sobre el río. Una buena oportunidad para ponerme los audífonos y escuchar la famosa melodía del Danubio Azul.
La Ópera de Viena
Los precios de las entradas van desde los 5 USD hasta los 150 USD
Resulta inevitable vincular la imagen de Viena con la música. Por eso la joya de la capital austriaca es su ópera, una de las más conocidas del mundo. Debido a la temporada baja conseguí mi entrada en internet por 49 USD. Cuando fui a retirar el boleto tuve una grata sorpresa: Me cambiaron mi puesto a una de las primeras filas.
Ingresar al teatro, que fue destruido por completo en la II Guerra Mundial, es una experiencia casi mítica. Era entrar en una película renacentista o sentir que detrás del telón estaría Mozart.
Otro golpe de suerte fue la obra. Era un ballet británico de los coreógrafos Kenneth MacMillan, Wayne McGregor y Frederich Ashton que representaban, cada uno con sus bailarines, la evolución de este arte.
Llegando a la medianoche, mis últimos pasos eran para de retornar al hotel. En mi camino y por unas callejuelas oscura, encontré la casa de Mozart. Todo estaba cerrado y en silencio. Ahí me di cuenta de que 24 horas no fueron suficientes para descubrir esta sublime ciudad y está anotado un futuro regreso. Por lo pronto mi siguiente destino en tren, era Praga (República Checa).